El gran milagro de la conversión

Hch 9,1-20

En aquellos días, Saulo no desistía de su rabia, proyectando violencias y muerte contra los discípulos del Señor. Se presentó al sumo sacerdote y le pidió poderes escritos para las sinagogas de Damasco, pues quería detener a cuantos seguidores del Camino encontrara, hombres y mujeres, y llevarlos presos a Jerusalén. Mientras iba de camino, ya cerca de Damasco, le envolvió de repente una luz que venía del cielo. Cayó al suelo y oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Preguntó él: “¿Quién eres tú, Señor?” Y él respondió: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Ahora levántate y entra en la ciudad. Allí se te dirá lo que tienes que hacer.”

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El Padre atrae a los hombres

Jn 6,44-51

En aquel tiempo, Jesús dijo a la muchedumbre: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envía no lo atrae; y yo le resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: Serán todos enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre; el único que ha visto al Padre es el que ha venido de Dios. En verdad, en verdad os digo que el que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron; éste es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne, para vida del mundo.”

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Yo soy el pan de la vida

Jn 6,35-40

En aquel tiempo, dijo Jesús a la muchedumbre: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed. Pero ya os lo he dicho: Me habéis visto y no creéis. Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Ésta es la voluntad de mi Padre: que quien vea al Hijo y crea en él tenga vida eterna, y que yo le resucite el último día.”

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El hambre espiritual

Jn 6,30-35

En aquel tiempo, la gente dijo a Jesús: “¿Qué signo haces para que, al verlo, creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: ‘Pan del cielo les dio a comer’.” Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo.” Entonces le dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan.” Les dijo Jesús: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed.”

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Valiosas enseñanzas de Jesús

Jn 6,22-29

Después de que Jesús alimentó a unos cinco mil hombres, sus discípulos lo vieron caminando sobre el agua. Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar vio que allí no había más que una barca y que Jesús no había embarcado con sus discípulos, sino que éstos se habían marchado solos. Pero llegaron barcas de Tiberíades, cerca del lugar donde habían comido pan.

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Obstáculos para la fe

Lc 24,35-48

En aquel tiempo, los discípulos que habían regresado de Emáus contaron lo que había pasado en el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. Estaban comentando todo esto, cuando se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros.” Sobresaltados y asustados, creyeron ver un espíritu. Pero él les dijo: “¿Por qué os turbáis? ¿Por qué alberga dudas vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo.” Y dicho esto, les mostró las manos y los pies. 

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Vivir como hijos de Dios

En el calendario tradicional, se celebra a San Hermenegildo, Mártir. Para su memoria, se ha escogido la siguiente lectura:

Sab 5,1-5

Entonces los justos se presentarán con gran valor contra aquellos que los angustiaron y robaron el fruto de sus fatigas. A cuyo aspecto se apoderará de éstos la turbación y un temor horrendo; y se asombrarán de la repentina salvación de los justos, que ellos no esperaban ni creían; y arrepentidos, y arrojando gemidos de su angustiado corazón, dirán dentro de sí: Estos son los que en otro tiempo fueron el blanco de nuestros escarnios, y a quienes proponíamos como un ejemplar de oprobio. ¡Insensatos de nosotros! Su tenor de vida nos parecía una necedad, y su muerte una ignominia. Mirad cómo son contados en el número de los hijos de Dios, y cómo su suerte es estar con los santos.

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El consejo de Gamaliel

 

Hch 5,34-42

En aquellos días, se levantó en el Sanedrín un fariseo llamado Gamaliel, doctor de la ley, un hombre con prestigio ante todo el pueblo. Mandó que hicieran salir un momento a aquellos hombres, y les dijo: “Israelitas, mirad bien lo que vais a hacer con estos hombres. Lo digo porque hace algún tiempo se presentó Teudas, que pretendía ser alguien y al que siguieron unos cuatrocientos hombres. Pero, una vez muerto, todos los que le seguían se disgregaron; y la cosa quedó en nada. Después de éste, en los días del empadronamiento, se presentó Judas el galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí; también éste pereció y todos los que le habían seguido se dispersaron.

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Jesús viene de arriba

Jn 3,31-36

El que viene de arriba está por encima de todos; el que es de la tierra habla de la tierra. El que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído, pero su testimonio nadie lo acepta. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. Porque aquel a quien Dios ha enviado proclama las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que resiste al Hijo, no verá la vida, pues siempre le acecha la ira de Dios.

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La envidia destructiva

Hch 5,17-26

En aquellos días, el sumo sacerdote y todos los que le acompañaban, que eran de la secta de los saduceos, se levantaron llenos de envidia. Prendieron a los apóstoles y los metieron en la prisión pública. Pero un ángel del Señor abrió de noche las puertas de la cárcel, los sacó y les dijo: “Salid, presentaos en el Templo y predicad al pueblo toda la doctrina que concierne a esta Vida”. Después de haberlo escuchado, entraron de madrugada en el Templo y comenzaron a enseñar. En cuanto llegaron el sumo sacerdote y los que le acompañaban, convocaron al Sanedrín y todo el consejo de ancianos de los hijos de Israel y enviaron a buscarlos a la prisión. Pero al llegar los alguaciles no los encontraron en la cárcel, y regresaron y comunicaron la noticia: “Hemos encontrado la cárcel cerrada, bien custodiada, y a los centinelas firmes ante las puertas; pero al abrir no hemos encontrado a nadie dentro”. Cuando oyeron estas palabras el oficial del Templo y los príncipes de los sacerdotes, se quedaron perplejos por lo que habría sido de ellos. Llegó uno y les anunció: “Los hombres que metisteis en la cárcel están en el Templo y siguen enseñando al pueblo”. Entonces fue el oficial con los alguaciles y los trajo, no por la fuerza, porque tenían miedo de que el pueblo les apedrease.

¡Así que la envidia fue el motivo por el cual el Sumo Sacerdote y sus acompañantes quisieron silenciar a los apóstoles!

La envidia puede convertirse en una tremenda plaga. En el relato que hemos escuchado, esta envidia se muestra particularmente abominable, siendo así que es a Dios a quien sirven los apóstoles. El Sumo Sacerdote y los que están de su parte, tienen envidia por el gran éxito que tienen los apóstoles ante sus propios ojos. Vemos, entonces, que no se trata tanto de la preocupación de que el pueblo pudiera caer en error al escuchar la predicación de los apóstoles. Si fuera así, su comportamiento sería comprensible, hasta cierto punto… Pero no; su reacción procede de un corazón endurecido. Pilato mismo ya había notado que una de las razones por las que Jesús había sido entregado, era precisamente la envidia (cf. Mt 27,18).

Existen diferentes formas de celos. No todas sus manifestaciones son malas; hay algunas que tienen su justificación. Pensemos, por ejemplo, en los celos que sienten los esposos cuando realmente hay una justa razón, porque resulta que el amor que le corresponde al cónyuge, no lo recibe él (o ella); sino una tercera persona. O recordemos cómo San Pablo les escribe a los cristianos de Corinto: “Celoso estoy de vosotros, pero con celos de Dios” (2 Cor 11,2). También hemos escuchado que Dios mismo es un “Dios celoso” (cf. Ex 20,5). Con estos ‘celos’, se refiere a que el hombre prefiere a los ídolos u otras cosas insignificantes antes que a Dios, quien, siendo nuestro Creador y Redentor, tiene el derecho a ser amado por nosotros. Aunque Dios no necesita nuestro amor para Sí mismo; Él lo reclama y lo pide, para que sus criaturas, sus hijos, puedan recibir aquello que Él les tiene preparado.

Pero en el contexto de la lectura de hoy, nos encontramos con unos celos muy distintos: se trata de aquella fuerza destructiva de la que dicen los Proverbios: “Cruel es la furia, y arrolladora la ira, pero ¿quién puede enfrentarse a la envidia?” (Pro 27,4) También el apóstol Santiago advierte que “donde hay celos y rencillas, allí hay desorden y toda clase de malas obras” (St 3,16).

Estos celos destructivos oscurecen al hombre, parecen devorarlo y arden como un fuego llameante. Ya no se puede ver nada bueno en la otra persona, al menos no en aquellos aspectos en los que se enfoca la envidia.

El relato de hoy nos muestra que la envidia llevó al Sumo Sacerdote hasta el punto de encarcelar a los apóstoles. Sin embargo, Dios quiere que continúe el anuncio del Evangelio, así que los libera de la prisión y los envía a continuar con Su misión. ¡Éste es el tiempo de los apóstoles, y ninguna autoridad civil ni una autoridad religiosa deformada puede detenerlos!

Limpiemos nuestro corazón de toda envidia, para que nuestras acciones sean libres. No miremos con envidia los dones de las otras personas; ni sus dones naturales o intelectuales, ni mucho menos aquellos que están directamente al servicio de Dios. Si surgen en nuestro corazón tales sentimientos, llevémoslos rápidamente ante el Señor, y no permitamos que ganen terreno en nosotros. Si me opongo interiormente a tales emociones, y las rechazo, entonces Dios verá mi intención y yo podré decirle: “Señor, lo siento si tengo este tipo de sentimientos en mi interior. ¡Ayúdame, por favor, a vencerlos!”

También nos ayudará orar por la persona que es objeto de nuestros celos o envidia, y darle gracias a Dios por el don que le ha concedido. Puede que este acto se oponga totalmente a nuestros sentimientos, pero lo realizamos con el espíritu y la voluntad. Si nos esforzamos sinceramente, con la ayuda de Dios irá desapareciendo poco a poco de nuestro corazón la venenosa espina de la envidia, y así podremos encontrarnos libremente con la persona de cuyos dones sentimos envidia. Estas victorias son importantísimas en nuestro camino, y es así como el corazón se va purificando.

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